¿Es la reforma laboral la solución a la crisis?
(*) Joaquín Aparicio Tovar
Foto: Joaquín Aparicio Tovar
La primera parte de la solución a un problema es la identificación del problema mismo, en segundo lugar, identificar las causas que lo han generado para, después, aplicar los remedios que las eliminen y, al mismo tiempo y en función de las circunstancias con más o menos urgencia, aplicar medios para conjurar las consecuencias inmediatas mas perniciosas. Este es el esquema que habría que aplicar para enfrentarse a la crisis del año ocho, si se quiere actuar en profundidad.
En materia social, hasta el momento, se han adoptado ciertas medidas de urgencia que tratan de poner lenitivos a los males que produce el desempleo, uno de los peores efectos de la crisis. La mejora de las prestaciones por desempleo para quienes hayan agotado las prestaciones previstas y no dispongan de rentas alternativas era una necesidad insoslayable reclamada por los sindicatos y puesta en práctica por el Gobierno que, sin embargo, no tiene mucho que ver con las causas que generaron la crisis. Cuando se están planteando los temas a abordar en esta fase de la concertación social y la patronal (con el Partido Popular detrás) insiste en una nueva reforma laboral es pertinente hacerse la pregunta que da título a este artículo.
En cuanto a la identificación del problema hay una opinión muy difundida de que estamos en presencia de una crisis financiera que ha acabado por afectar a la “economía real”. No hay que dejar de ocultar que hay otras opiniones que nos hablan de una crisis de la economía real (una crisis de sobreproducción) que ha acabado provocando una crisis financiera. Sea como fuere ambas opiniones coinciden en que estamos ante una crisis sistémica.
El que se trate de una crisis financiera que ha afectado a la economía real, o una crisis de sobreproducción que se ha manifestado de modo dramático en crisis financiera puede que tenga que ver con la idea que se tenga del origen de la crisis y, por tanto, con las soluciones a adoptar. Para algunos de los que afirman que estamos ante una crisis financiera el origen lo ponen en una mera deficiencia de las reglas que han sido incapaces de regular de modo adecuado los flujos de capitales y los instrumentos mas imaginativos de la economía financiera y, por otro lado, poner coto a la excesiva avidez de ganancia de algunos operadores económicos. Las soluciones a la crisis tendrían que venir, para quienes mantienen esta opinión, en alguna intervención momentánea para conjurar los males más urgentes (como se ha hecho con las intervenciones públicas en bancos y compañías de seguros) y otras correcciones mas permanentes para dejar que “los mercados” (¿quienes son esos mozos?, diríamos con Sánchez Ferlosio) volviesen a ser eficientes de tal manera que controlarían la excesiva avaricia. Ignoran que ya desde principios del siglo XVIII importantes teóricos (Mandeville) nos han enseñado que en el capitalismo los vicios privados hacen virtudes públicas. Aunque esta corriente de pensamiento no ha sido capaz de relacionar la protección del trabajo con el origen de la crisis e incluso reconoce que no hay una relación de causa-efecto, en un salto lógico (un salto de rana), acaba pidiendo una reforma laboral que reduzca la garantía de los derechos de los trabajadores como una necesidad para superar la crisis, aunque no se sabe muy bien como se producirá tal cosa.
Parece mucho más correcto identificar el origen de la crisis con la desigualdad creciente que desde la crisis de los años setenta del siglo pasado se ha ido instalando en todos los países del mundo, incluidos los Estados Unidos y Europa (cfr. el informe sobre el trabajo en el mundo del Instituto Internacional de Estudios Laborales de la OIT World of Work. Report 2008; www.ilo.org/public/english/bureau/inst/). Los avances en el desarrollo del Estado Social y Democrático de Derecho que en los países de Europa occidental se produjeron desde el final de la segunda guerra mundial hasta finales de los setenta produjeron no solo el pleno empleo, sino un acortamiento de las diferencias de rentas entre capital y trabajo, una reducción significativa del tiempo de trabajo, establecimiento y consolidación de Sistemas de Seguridad Social y la puesta en práctica de otras políticas de contenido social. En resumen, los derechos sociales garantizados por el Derecho del Trabajo y el de la Seguridad Social permitieron una mejor realización del principio de igualdad reconocido por las Constituciones europeas de postguerra y con ello se avanzó en ciudadanía. Pero ese desarrollo, como se ha dicho, se interrumpió a finales de los setenta aunque en España los tiempos históricos no coincidieron con los europeos. Aquí sufrimos la brutalidad de la dictadura franquista y la recuperación de libertades propias de una democracia europea occidental no se alcanzó hasta la Constitución de 1978. Pero en los ochenta españoles, aunque hubo sin duda un importante avance en la universalización de derechos garantizados por el Sistema de Seguridad Social y otros derechos sociales, como en educación, las consecuencias de la crisis económica que unos años antes había golpeado a otros países hubo que afrontarlas en aquellos años. La recuperación de la democracia, al igual que ocurrió con la II República que tuvo que enfrentarse a las consecuencias de la crisis del 29, coincidió con una delicada situación económica y, en lo que aquí importa, con una preocupante situación de desempleo que parece congénita en nuestra economía sin que el pensamiento económico dominante haya sabido encontrar soluciones auténticas, pues todas han acabado focalizadas a las relaciones laborales, de tal manera que sistemáticamente el legislador ha recurrido desde hace ya casi treinta años a lo que con toda propiedad se ha calificado como “reforma laboral permanente” (C. Palomeque, RDS, nº 15, 2001) consistente en una “flexibilización” de las relaciones de trabajo para conseguir una adaptación del llamado mercado de trabajo a las necesidades cambiantes de la producción actual que opera en un mercado globalizado de acuerdo con un esquema que ha dejado de ser el fordista. Esa reforma permanente, podemos adelantar, ha sido el fruto de una colonización economicista del Derecho del Trabajo
Con la distancia que da el paso del tiempo (las reformas flexibilizadoras más explicitas comenzaron en 1984) podemos intentar de modo resumido un balance de sus resultados eligiendo solo algunas materias afectadas por las reformas. En primer lugar hay que señalar, lo que es muy importante, que la permanente justificación de toda reforma ha sido conseguir una adaptación a los “requerimientos” del mercado de trabajo para favorecer el empleo. Para ello se ha procedido de forma progresiva pero clara (especialmente con la reforma de 1994) a una retirada de los derechos garantizados por la ley en favor de los trabajadores para abrir espacios a la negociación colectiva y, de ese modo, evitar “rigideces”, lo que en la práctica significa que los umbrales desde los que los sindicatos deben partir en la negociación son más bajos, con la consecuencia de que ese espacio “libre” dejado por la ley será más difícil de ocupar por el convenio colectivo al operar en un contexto de altas tasas de desempleo. El peligro de una individulización de las condiciones de trabajo (es decir, la imposición unilateral por el empresario de dichas condiciones) está servido, pues ya se sabe que el convenio colectivo no tiene garantizada ni su existencia ni sus contenidos ya que depende de la correlación de fuerzas de cada momento. Es un instrumento azaroso al que, además, se le ha erosionado su característica esencial, cual es su inderogabilidad mediante los espacios abiertos a los “acuerdos de empresa” y las cláusulas de descuelgue, por citar algunos ejemplos.
La ley misma no ha sido neutra pues ha introducido (una re-regulación) regulaciones materiales que han caminado en la dirección flexibilizadora en asuntos tan importantes como los contratos temporales, la modificación de condiciones de trabajo del empresario (movilidad funcional y geográfica), tiempo de trabajo, salarios y, también, en materia de despido que han aumentado el poder del empresario en la relación de trabajo.
Todas estas reformas de los últimos casi treinta años se han venido produciendo al mismo tiempo que la figura del empresario se ha transformado profundamente en lo que se llama “el empresario complejo” cuyas formas jurídicas son de lo mas diversas (grupos de empresas, empresas en red, externalizaciones a través de figuras como contratas y subcontratas, empresas de trabajo temporal, franquicias, por poner algunos ejemplos) con el denominador común de que en todas se da una separación entre quien organiza directamente el trabajo y quien condiciona esa organización y al tiempo obtiene la utilitas del uso de la fuerza de trabajo, de tal manera que se hace más difícil la exigencia de responsabilidades empresariales. La reacción del ordenamiento es hasta el momento insuficiente (normalmente a través de la imposición de algún tipo de responsabilidad solidaria en determinadas materias).
Analizar los efectos de todas estas medidas es imposible en un trabajo de estas características. De modo muy sucinto nos limitaremos a los producidos en materia de tiempo de trabajo y de despido por ser sobre los que giran propuestas de nuevas reformas por parte de los empresarios apoyados en una corriente liberal de pensamiento económico.
El tiempo de trabajo tiene dos manifestaciones en la relación laboral, por una parte tiene que ver con la duración de la relación misma, o por decirlo de otro modo, con el tipo de contrato si indefinido o temporal. Por otra tiene que ver con la duración de la entrega al empresario de tiempo vital del trabajador, con lo que venimos llamando la jornada. Ambas manifestaciones están relacionadas. La preferencia de nuestro ordenamiento por el contrato indefinido tiene su razón de ser en que es el más adecuado para la realización del principio de estabilidad en el empleo, el cual, a su vez, es esencial para tratar de equilibrar la posición socialmente desequilibrada entre empresario y trabajador (Cfr. J. Pérez Rey, Estabilidad en el empleo, Trotta, 2004, pp.24 y ss.), por lo que los contratos temporales deben estar condicionados a la existencia de una causa que los justifique. Hay que destacar que cuando a partir de finales de los años setenta el desempleo como consecuencia de la crisis económica se sintió como grave amenaza, se recurrió a la contratación temporal como solución pero se concebía como una medida “coyuntural” o transitoria. A partir de ese momento lo transitorio se fue instalando para hacerse definitivo como ya sin escrúpulo se reconoció en la reforma de 1994. Las consecuencias han sido devastadoras en nuestra sociedad pues el desempleo más o menos siempre ha estado presente, pero un tercio de los trabajadores han caído en la precarización (Baylos, Las relaciones laborales en España. 1978-2003, FSE, p.56) sin que los esfuerzos de la concertación social de 1997, traducidos en una reforma legislativa que impuso la vuelta a la causalidad en la contratación temporal hayan tenido éxito. Si los trabajadores temporales han caído hasta el 25 en la actualidad se debe a que han sido los primeros en engrosar el número de los desempleados con ocasión de la actual crisis.
La jornada de trabajo se redujo a las actuales 40 horas semanales en 1983, desde entonces no ha conocido otras reducciones a pesar de que se reclamó “trabajar menos para trabajar todos”. La reforma de 1994 estableció la distribución irregular de la misma permitiendo su cálculo en el arco de una año. Una extraordinaria flexibilidad en el uso de la fuerza de trabajo que ha tenido como consecuencia el alargamiento de la jornada real trabajada y la obsolescencia de la regulación de las horas extraordinarias (F. Trillo, Régimen jurídico de las horas extraordinarias, Bomarzo, 2008, p. 83) con un empeoramiento de las condiciones de los trabajadores temporales en especial los que tienen contratos de duración inferior al año. Por otro lado se ha cumplido la máxima de “a jornada mas larga menor salario/hora”. La negociación colectiva ha tenido pocas oportunidades de controlar esta situación.
El régimen del despido aparentemente no ha sufrido modificaciones reformadoras que hayan cambiado su esencia, es decir, sigue siendo preciso que para despedir exista una justa causa, entre otras cosas porque es una exigencia derivada del art. 35 de la Constitución. Pero eso no quiere decir que no haya habido modificaciones importantes que han afectado a su régimen jurídico en detrimento de la posición del trabajador. Hay que aclarar que en nuestro país no se cumple con lo previsto en el Convenio 158 OIT ( ratificado) sobre la necesidad de apertura de expediente previo a la decisión empresarial de despedir. La jurisprudencia ha entendido que esa garantía se cumple con la posibilidad de revisión judicial ex post del acto del despido. El juez debe comprobar la existencia de causa suficiente para despedir, si no la hay el despido es ilegítimo. Con la Ley de Relaciones Laborales de 1976, comprobada la inexistencia de causa suficiente, el trabajador debía de ser readmitido tras cobrar los salarios de tramitación (salvo casos excepcionales que conllevaban una fuerte indemnización). Pues bien, la readmisión dejó de ser una opción del trabajador para ser del empresario, como lo es hoy, que puede cambiarla por una indemnización. En el 2002 el Gobierno del PP llevó a cabo una reforma, que sigue vigente, según la cual el empresario con la entrega de la carta de despido en la que alega una causa para despedir puede reconocer la insuficiencia de esa causa (lo que viene a significar que lo que escribió en la carta era mentira) y poner a disposición del trabajador la indemnización correspondiente. De esa forma, si el trabajador acepta la indemnización, se ahorra los salarios de tramitación y decide sobre fondos públicos como son los de la Seguridad Social pues el trabajador puede solicitar de inmediato la prestación de desempleo. Las personas que han perdido el empleo en estos dos últimos años, en su gran mayoría, han sido los que vieron extinguido su contrato temporal y los que salieron por esta vía que es una forma de evitar el control scolecivo en las reestructuraciones de plantilla. Otras reformas han sido importantes como las acaecidas ensobre la forma de despido, pero es suficiente para indicar que en últimos años ha habido una progresiva flexibilización con la consecuencias de funcionalizar los derechos de los trabajadores (de todos) a la adaptación de las empresas a las exigencias cambiantes de los competitivos mercados globales. Que los trabajadores temporales están en peor situación que los con contrato indefinido no cabe la menor duda, pero de este recorrido se puede sacar una conclusión ya bien conocida que enlaza con lo que se dijo al principio, esto es, que la progresiva transferencia de mas poder a los empresarios en la relación laboral no se ha traducido en más empleo. El desempleo, su aumento o disminución, tiene que ver poco con las reglas protectoras del trabajo, como lo prueba que cuando se volvió en 1997 a la causalidad en la contratación temporal el desempleo fue bajando hasta 2008, eso si, con una continuidad de contratos temporales debida en gran medida al desmesurado recurso empresarial a la externalización.
La salida a esta crisis puede ser un buen momento para cambiar el modo de proceder seguido con las reformas laborales de los últimos treinta años pues hay algo muy grave en juego y es la existencia misma del Derecho del Trabajo (y con ello un uso civilizado de la fuerza de trabajo) cuya esencia es la protección mediante reglas jurídicas fuertes y seguras de la persona que trabaja para alcanzar la dignidad del art. 10 de la Constitución, porque trabajo y persona no son separables. El Derecho del Trabajo se está deslizando peligrosamente a su conversión en mera política coyuntural de empleo en la que el empresario, como dador de trabajo, tiene la posición dominante según las exigencias que el mismo interpreta de un ente llamado mercado global. De seguir en esa línea el trabajador ya no será más visto como una persona y un ciudadano, sino como una unidad económica de producción y consumo que será tratada como otro factor mas de producción, algo muy viejo. Ahora es el momento de intervenir sobre el tiempo de trabajo para conseguir su efectiva reducción y abrir así camino a la reducción de la temporalidad, sobre la articulación de la negociación colectiva de tal manera que el convenio de sector tenga capacidad para evitar vacíos de cobertura lo que implica evitar la erosión de la eficacia de los convenios colectivos y, en todo caso, reforzar las garantías contra el despido improcedente eliminado la puesta a disposición de la indemnización. Para acabar con la dualización existente en nuestras relaciones laborales no se puede igualar a todo el mundo por abajo, sino por arriba. El ejemplo de la II República puede ser iluminador, pues en medio de una grave crisis económica fue cuando podemos decir que nació en nuestro país un auténtico Derecho del Trabajo que tuvo en la Ley de Contrato de Trabajo de 1931 una pieza maestra. Ir en la dirección contraria sería hoy un sinsentido.
NB. O artigo nos foi encaminhado pelo Doutor Joaquín Pérez Rey Professor de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidad de Castilla La Mancha (Toledo) e inserido na página web da JUTRA (www.jutra.org) por Luiz Salvador, Presidente da ABRAT/ALAL
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