El director y la película son un tanto especiales. Ambos son exhibicionistas y a la vez manifiestan una cierta timidez. El director, conocido a partir de su obra impresionante Europa (1991), en donde ofrecía una visión terrible de la permanencia del nazismo y de la incomprensión del ocupante en una Alemania pos-bélica filmada en un luminoso blanco y negro, había decidido, junto con otros colegas dedicados a la dirección, un método de trabajo que, de forma irónica, lo habían asemejado a un extrañamiento del mundo mediante la asunción de un compromiso personal ante la divinidad: el voto de castidad, que fue la forma en la que se expresaba el decálogo de principios para el hacer cinematográfico que se denomina Dogma y que asumen tres directores daneses en 1995, liderados por Trier. Hay desde el inicio la presentación distanciada y ambivalente de este asunto, puesto que lo que era una reivindicación de una forma de hacer cine y de reflejar la realidad y la capacidad cultural de transformarla, se presentaba desde una solemnidad formal en los planteamientos que desvelan inmediatamente una cierta ironía respecto a los mismos. Castidad – en el sentido de no ceder a la obscenidad del mercado ni a la tentación de los géneros ya construidos - y dogmatismo no son desde luego las expresiones adecuadas para describir la forma de construir los relatos y de adecuar la escritura visual a los mismos empleada por este grupo y por Lars Von Trier ante todo. Pero es un movimiento que se incribe muy bien en los avatares culturales de los años 90, el encumbramiento del mercado y de la cosificación de las personas, la banalización de las formas culturales y, muy en particular, la consideración del cine como industria, como negocio. Dogma es una respuesta a estas tendencias y a la aceptación fatal de las mismas por gran parte de la intelligentsia cinematográfica europea, con su atracción fatal por la máquina productiva de Hollywood y su sistema de realización cinematográfica.
Idioterne (Los idiotas) es un film que data de 1998 y aposenta su fama relativa en su adscripción a los cánones delimitados por el decálogo del Dogma. Como escritura cinematográfica es expresionista, juega fuertemente sobre la interpretación de los actores, y recrea escenas cerradas como si se tratara de una cierta sucesión de cuadros teatrales. Es un film en el que el juego que da la interpretación es decisivo. En un sentido inmediato, produciendo la sensación de credibilidad en los espectadores, y en un sentido más amplio, induciendo un eje de explicación de la construcción social actual. La interpretación significa actuación, máscaras, situaciones que alimentan la apariencia y que sin embargo permiten reflejar los tipos y las acciones de la realidad. El intérprete es un actor, pero en esa apariencia se encuentra el reflejo de la verdad. Más aún, mediante la exhibición de la máscara del actor se reconstruye la realidad tal como realmente es y no como aparenta ser. La mediación del intérprete destruye las ficciones de la sociedad, sus hipocresías y sus presunciones falsas marcadas fundamentalmente por el dinero y la violencia.
En el film comentado, este artificio se explicita desde el comienzo. Un grupo de jóvenes de clase acomodada se presentan como idiotas – no sólo en el sentido de deficientes mentales, sino en el más amplio de personas sin juicio, sin sentido común – para poder mostrar así de manera invertida, la carencia de sentido y la idiotez del mundo que les contempla. Su revuelta no se expresa sólo como una manera de vivir, sino que interpela directamente, a través de su presencia como excluidos culturales, físicos, políticos, a una forma de relación social burguesa, confortable, segura y rutinaria. Y el resultado es devastador, porque de la apariencia del idiota brota la realidad irrazonable en la que se desenvuelve la mayoría de la población, sus mitos absurdos, sus esperanzas sin sentido y la propia enajenación continua en la que se precipitan como un devenir natural. Las escenas muy divertidas del film de la visita a la fábrica o la venta del piso tienen un inmediato efecto de corrosión de las formas en las que se expresa la organización de la propiedad inmobiliaria o la organización del trabajo. En el mismo sentido, la reivindicación del cuerpo o la expresión libre de la sexualidad tiene una doble dimensión reivindicativa y a la vez de denuncia de la supuesta liberación personal que se encuentra en este punto.
Pero también en el film hay una dimensión más clásica, que se verifica en la segunda parte del mismo, y que investiga en la incapacidad del grupo de escapar a esa misma alienación y carencia de sentido. La reconstrucción de relaciones de autoridad traspasa la farsa y se asienta dolorosamente en la conducta de los supuestos transgresores, y afecta naturalmente a la persona más sensible y quizá cautivada por el ímpetu subversivo del experimento llevado a cabo por el grupo. En ese análisis, Trier es muy eficaz y retorna a esquemas de identidad clásicos. La pertenencia a la clase – a la clase obrera – sigue siendo el elemento decisivo para explicar la carencia de sentido y la injusticia de una existencia sin posibilidad de redención.
Es este un punto en el que el director había insistido e insistirá en posteriores trabajos. Rompiendo las Olas (1996) o Bailando en la oscuridad (2000), son películas en las que la condición obrera tiene una centralidad explicativa del problema de la existencia como sufrimiento, como ser para la muerte. Son dos películas éstas en las que el melodrama está muy condicionado por una cierta perspectiva cristiana – no en vano Trier en esa época declara su conversión al catolicismo después de una peripecia personal – pero esta reflexión sobre la existencia y el sufrimiento personal está anclada en la identidad social subalterna de pertenencia a la clase obrera.
Como primera expresión cumplida de una forma de hacer cine, Los idiotas es una obra muy singular y expresiva de la manera de interpretar la realidad que propone Lars Von Trier. Una realidad que se refleja como desigual, cruel y violenta en la misma medida que se describe su homogeneidad social y la confortabilidad en esa manera de vivir de la gran mayoría de la población. Es una mirada pesimista porque la subversión y derrocamiento de este orden de cosas no parece que pueda originarse en el interior del mismo. Sólo mediante un juego de espejos se puede apreciar el sin sentido, la carencia de razón y la alienación que fundamentan nuestras sociedades. Pero como tal es pura apariencia, no trasciende el efecto reflejo que, en cuanto tal, está también contaminado por la imagen mostrada.
(Comentando este texto, tras el visionado del film, dos conocidos cinéfilos departen animadamente)
1 comentario:
Realmente es una obra apreciable de Triers, y aún hay mucho por interpretar (pienso yo), pero lo que más me impacta es el "voto de castidad".
Gran análisis, gracias...
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