sábado, 11 de julio de 2009

SOBRE LA MEMORIA HISTÓRICA: HABLA ANDREA GREPPI














Democracia y antifascismo. Implicaciones del reconocimiento público a las víctimas de la guerra civil y el franquismo, Andrea Greppi.

Cada generación tiene derecho a interpretar su historia y a escribir su constitución. La razón de este derecho se encuentra, explica Rousseau, en la imposibilidad de renunciar a él. Sería absurdo, se lee en el Contrato social (L. II, cap. I), que la voluntad se encadenara a sí misma hacia el futuro. Quien tiene el poder para encadenarse, puede también, en cualquier momento, librarse de las cadenas. Ningún demócrata se atreverá a rebatir en esto a Rousseau, incluso aunque sepa que el ejercicio de ese derecho, en la práctica, es mucho más incierto de lo que parece a primera vista. Sólo en contadas ocasiones se dan las condiciones para que un pueblo emprenda la tarea de darse una constitución. Podemos suponer, simplificando el problema, que a cada generación le corresponde ejercer el derecho a decidir de qué forma quiere vivir. Pero, y dado que no existen fronteras claras para delimitar las distintas generaciones, alguien podría sostener que el consenso democrático debe ser renovado cada día, a cada instante. Y eso es tan absurdo como pretender que la voluntad se encadene a sí misma para siempre. La permanente apertura de las normas constitutivas del orden social es insostenible. Ninguna sociedad puede vivir cuestionándose sin cesar y poniendo en tela de juicio los consensos básicos sobre los que reposa. El pueblo, dice el propio Rousseau, no puede estar constantemente reunido.
En política, por tanto, se necesita cierta dosis de estabilidad. Pero lo interesante es observar que también la estabilidad tiene sus límites y sus riesgos. Uno de los más claros está en la sacralización y sobre-interpretación de los pactos sobre los que se asienta el orden constitucional. En otros términos, el peligro de acabar cayendo en el vértigo de la perpetua actualización de algo que no es más que una reliquia del pasado. El ejemplo de la tradición constitucional norteamericana puede servir para explicar esta última observación. En sus dos siglos de vida, la constitución democrática más antigua del mundo ha pasado por las más variadas peripecias interpretativas. Para despejar la sospecha de que un mismo texto pueda albergar interpretaciones distintas, y hasta contradictorias, los juristas suelen argumentar que las distintas interpretaciones históricas se encontraban ya de alguna “prefiguradas” desde el comienzo en la mente de los constituyentes. Se ha discutido y se discute, apasionadamente, sobre esta hipótesis, pero el intento de salvar la integridad de la voluntad inicial parece abocado al fracaso. Tarde o temprano, las convenciones sufren la erosión del tiempo. No es posible inmunizarlas, despolitizarlas para siempre.
Viene esto a cuento del debate sobre la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, que seguimos conociendo, a pesar de la denominación oficial, como ley de “memoria histórica”. Un debate en el que se cruzan factores y perspectivas diferentes: la verdad de los hechos y su interpretación, la explicación histórica y la valoración moral y jurídica de la experiencia histórica, etc. En todo caso, lo que está claro es que una vez aprobada la Ley el debate pasará necesariamente por el análisis de las implicaciones y los efectos de ese texto, o de la ausencia de ellos, de su impacto y su integración en el resto del ordenamiento jurídico. Desde esta la perspectiva, nos preguntamos si fue un acto oportuno o innecesario, un paso adelante en un proceso que está en marcha, o un gesto redundante, con sospechosas resonancias electoralistas; si nos encontramos ante un factor de «normalización democrática del pasado»(Baylos) o ante «una Ley llena de declaraciones puramente simbólicas y con muy escasa trascendencia práctica que en casi nada van a remover los fundamentos jurídico-políticos de nuestra convivencia en este Estado»(García Amado).
Tanto la dimensión simbólica de la Ley como las medidas concretas que en ella se establecen, han de ser valoradas en la perspectiva de la necesaria recolocación de los discursos fundantes del orden constitucional. Es este cambio en el marco interpretativo subyacente lo que explica por qué era tan importante atender de la forma más escrupulosa el deber de resarcir y desagraviar a las víctimas del franquismo, en todas las situaciones, en todas las fechas, ampliando al máximo sus derechos. Explica, asimismo, por qué es importante revertir en lo posible los efectos de la represión, eliminando «cualquier rastro del hipotético ‘carácter jurídico’ que pudieran conservar las normas de la Dictadura franquista»(Martín Pallín y Escudero Alday) Y por qué es relevante explorar el desarrollo de derecho individual a la memoria personal y colectiva de cada ciudadano que aparece en el texto de la Ley y que ningún intérprete tiene autoridad para convertir —pongamos que porque no le gusta— en letra muerta. Es obvio que este derecho tiene una estructura peculiar, pues se trata de un derecho expresamente vinculado al concepto de ciudadanía. Es un derecho novedoso, por medio del cual se establecen cauces legales para garantizar el acceso a los espacios de «conformación de la subjetividad en el espacio público»(Sauca Cano) Un derecho novedoso, pero no un caso excepcional. En efecto, una de las características estructurales más destacadas del derecho contemporáneo, en tiempos de descodificación y rematerialización del ordenamiento, es precisamente la proliferación de figuras normativas anómalas, flexibles, que establecen fines y se encuentran en conflicto permanente con otras normas. No por eso dejan de ser derecho. La tarea del jurista, en éste como en una infinidad de casos que no suscitan menos dudas, consiste en buscar el encaje más adecuado de la norma, y sus distintas interpretaciones, en el ordenamiento jurídico. Lo cierto es que la disposición legal, más o menos acertada, ha abierto espacios de intervención jurídica que podrán ser aprovechados por quienes tengan la voluntad política para hacerlo.



El 13 de julio comienza en El Escorial un seminario dirigido por J. A. MARTIN PALLIN, sobre la Memoria Histórica.

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