En la asignatura "Cine y Derechos Sociales" que se imparte en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UCLM se proyecta el día 26 de febrero "Roma" una película de Adolfo Aristarain (Argentina, 2004), que se relaciona en el programa, dedicado a la inmigración, con el exilio como forma de separación y de alejamiento de un país. A continuación se insertan las reflexiones introductorias a la película que acompañan a la ficha técnica de la misma y que se entrega a los alumnos.
En el mundo del extranjero ocupa un lugar preferente el inmigrante, el movimiento hacia el trabajo como fuente de renta y promesa de mejorar la vida que desplaza a flujos inmensos de población de unos territorios a otros. Pero hay otras trayectorias que suponen el desplazamiento personal, el abandono de un pasado y una existencia que se juzga insoportable. El exilio se define como “la separación de una persona de su tierra”, voluntaria o forzadamente. En este último caso, el exilio está motivado por el peligro para la vida o la integridad de la persona que permanezca en su país. El exilio político es el supuesto más frecuente, pero hay exilios producidos por motivos de género o de preferencia sexual que son motivos en la actualidad muy atendidos a través de la configuración amplia de un derecho de asilo por los países receptores.
El exilio es ante todo separación, sensación de pérdida de un pasado truncado en su proyección hacia el futuro. Pero es también un repliegue hacia si mismo y hacia un reconocimiento posiblemente melancólico de la propia impotencia en cambiar la situación política o las relaciones sociales que le impiden seguir viviendo en su “lugar” de origen. El exilio es por tanto una deslocalización afectiva, intelectual e ideológica, que normalmente se plasma en el cambio de territorio y por consiguiente en la habituación a nuevas costumbres y nuevas formas de expresarse personales y colectivas, pero que puede a veces integrar una actitud sin que la persona cambie definitivamente de país. Es el exilio interior al que tuvieron que recurrir en España tantos por la obscenidad de la dictadura, en paralelo al exilio puro y duro de tantos intelectuales y trabajadores que debieron abandonar el país durante la larga noche de piedra del franquismo.
El exilio es “una sensación de extranjería que se mete en los huesos como un frío intransferible” – como señalaba Vázquez Montalbán – y esta es la que lleva consigo el protagonista de Roma, la película de Adolfo Aristaráin. El director argentino es muy conocido en España por su producción cinematográfica en la que sobresale una relación de ida y vuelta entre España y Argentina en sus protagonistas, muy marcados por las vicisitudes históricas de las respectivas dictaduras en sendos países y la existencia constante del exilio en la doble dirección. Aristaraín fue el que a muchos nos hizo conocer a uno de sus actores fetiche, Federico Luppi, en su impresionante film Últimos días de la víctima (1982), y que lo enfrentó a José Sacristán en una historia conmovedora de neocolonialismo a través de las multinacionales españolas – Un lugar en el mundo (1992) – o lo sitúa junto a Mercedes Sampietro en una bellísima narración sobre la dignidad humana de un trabajador jubilado forzoso que reacciona ante la injusticia y el sufrimiento escapando de su mundo cotidiano – una vez mas exiliándose a otro lugar, el de su libertad definitiva, fuera de la ciudad. La película que sin embargo tiene más relación con Roma es la que posiblemente le ha hecho más conocido del público español, Martin Hache (1997), en donde existe una clara similitud entre el personaje del padre terrible (de nuevo Federico Luppi) y el escritor crepuscular que protagoniza Sacristán, como también hay un hilo conductor entre el frágil Martin H y el joven brillante y vacío que configuró el pasado del escritor exilado (en ambas películas Juan Diego Botto).
El carácter autobiográfico de este film es muy evidente. Aristaráin, como su personaje, se exiló en Madrid en 1967, y volvió a Buenos Aires en 1974, dos años antes del golpe de Videla que entronizaría la Junta Militar.A su través está presente de forma inquietante el Buenos Aires de las décadas de los cincuenta y sesenta, y el final traumático de aquellas ilusiones en los días previos a la dictadura militar.
Roma es la historia de la melancolía que se percibe desde el exilio con distancia respecto a cómo se desenvuelve la narración de la propia existencia. Frente a lo que dice la sinopsis del film, es una historia descrita de modo pausado, destacando las sensaciones de pérdida (del padre) y a partir de allí de esa incapacidad del personaje de construir su felicidad a pesar del apoyo vigilante y la ternura intensa de la madre, que adquiere ese rol de protagonista de la narración. El personaje dice que ve pasar las cosas y los acontecimientos desde un rincón, pero es patente la fuerza sentimental de la escritura cinematográfica, la densidad humana del personaje del escritor que llega al final de su genio y conoce que ya no va a decir mas cosas que interesen. En ese discurso final hay también una llamada a la propia capacidad del cine de decir y no sólo narrar. Las películas de este importante director argentino se caracterizan en efecto por ser muy discursivas, es decir, que sus personajes no solo hablan, sino que dicen cosas y expresan pensamientos, porque el cine es escritura y es discurso que expresa ante todo ideas y sentimientos.
En el mundo del extranjero ocupa un lugar preferente el inmigrante, el movimiento hacia el trabajo como fuente de renta y promesa de mejorar la vida que desplaza a flujos inmensos de población de unos territorios a otros. Pero hay otras trayectorias que suponen el desplazamiento personal, el abandono de un pasado y una existencia que se juzga insoportable. El exilio se define como “la separación de una persona de su tierra”, voluntaria o forzadamente. En este último caso, el exilio está motivado por el peligro para la vida o la integridad de la persona que permanezca en su país. El exilio político es el supuesto más frecuente, pero hay exilios producidos por motivos de género o de preferencia sexual que son motivos en la actualidad muy atendidos a través de la configuración amplia de un derecho de asilo por los países receptores.
El exilio es ante todo separación, sensación de pérdida de un pasado truncado en su proyección hacia el futuro. Pero es también un repliegue hacia si mismo y hacia un reconocimiento posiblemente melancólico de la propia impotencia en cambiar la situación política o las relaciones sociales que le impiden seguir viviendo en su “lugar” de origen. El exilio es por tanto una deslocalización afectiva, intelectual e ideológica, que normalmente se plasma en el cambio de territorio y por consiguiente en la habituación a nuevas costumbres y nuevas formas de expresarse personales y colectivas, pero que puede a veces integrar una actitud sin que la persona cambie definitivamente de país. Es el exilio interior al que tuvieron que recurrir en España tantos por la obscenidad de la dictadura, en paralelo al exilio puro y duro de tantos intelectuales y trabajadores que debieron abandonar el país durante la larga noche de piedra del franquismo.
El exilio es “una sensación de extranjería que se mete en los huesos como un frío intransferible” – como señalaba Vázquez Montalbán – y esta es la que lleva consigo el protagonista de Roma, la película de Adolfo Aristaráin. El director argentino es muy conocido en España por su producción cinematográfica en la que sobresale una relación de ida y vuelta entre España y Argentina en sus protagonistas, muy marcados por las vicisitudes históricas de las respectivas dictaduras en sendos países y la existencia constante del exilio en la doble dirección. Aristaraín fue el que a muchos nos hizo conocer a uno de sus actores fetiche, Federico Luppi, en su impresionante film Últimos días de la víctima (1982), y que lo enfrentó a José Sacristán en una historia conmovedora de neocolonialismo a través de las multinacionales españolas – Un lugar en el mundo (1992) – o lo sitúa junto a Mercedes Sampietro en una bellísima narración sobre la dignidad humana de un trabajador jubilado forzoso que reacciona ante la injusticia y el sufrimiento escapando de su mundo cotidiano – una vez mas exiliándose a otro lugar, el de su libertad definitiva, fuera de la ciudad. La película que sin embargo tiene más relación con Roma es la que posiblemente le ha hecho más conocido del público español, Martin Hache (1997), en donde existe una clara similitud entre el personaje del padre terrible (de nuevo Federico Luppi) y el escritor crepuscular que protagoniza Sacristán, como también hay un hilo conductor entre el frágil Martin H y el joven brillante y vacío que configuró el pasado del escritor exilado (en ambas películas Juan Diego Botto).
El carácter autobiográfico de este film es muy evidente. Aristaráin, como su personaje, se exiló en Madrid en 1967, y volvió a Buenos Aires en 1974, dos años antes del golpe de Videla que entronizaría la Junta Militar.A su través está presente de forma inquietante el Buenos Aires de las décadas de los cincuenta y sesenta, y el final traumático de aquellas ilusiones en los días previos a la dictadura militar.
Roma es la historia de la melancolía que se percibe desde el exilio con distancia respecto a cómo se desenvuelve la narración de la propia existencia. Frente a lo que dice la sinopsis del film, es una historia descrita de modo pausado, destacando las sensaciones de pérdida (del padre) y a partir de allí de esa incapacidad del personaje de construir su felicidad a pesar del apoyo vigilante y la ternura intensa de la madre, que adquiere ese rol de protagonista de la narración. El personaje dice que ve pasar las cosas y los acontecimientos desde un rincón, pero es patente la fuerza sentimental de la escritura cinematográfica, la densidad humana del personaje del escritor que llega al final de su genio y conoce que ya no va a decir mas cosas que interesen. En ese discurso final hay también una llamada a la propia capacidad del cine de decir y no sólo narrar. Las películas de este importante director argentino se caracterizan en efecto por ser muy discursivas, es decir, que sus personajes no solo hablan, sino que dicen cosas y expresan pensamientos, porque el cine es escritura y es discurso que expresa ante todo ideas y sentimientos.
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