Dos libros publicados
recientemente en el Reino Unido ofrecen un balance poco alentador sobre
la evolución de su sistema educativo. Uno es Chavs.
The demonization of the working class, de Owen Jones; el
otro, Ignorant
yobs? Low attainers in a global knowledge economy, de
Sally Tomlison. Tienen en común recoger en el título expresiones
desdeñosas hacia la clase obrera habituales en Gran Bretaña y de
difícil traducción: chav es
una expresión utilizada para designar a los adolescentes de clase
obrera que no trabajan pero visten ropas de marca o imitaciones, quizá
traducible por cani, jicho, etc.; yob podría traducirse como
gamberro, vándalo o energúmeno.
El libro de Jones (de
gran éxito, encumbrado por The
Guardiany The New York Times
y que supuso para su autor premios como mejor libro político y como
periodista del año) expone y denuncia el desmantelamiento de la base
industrial, los sindicatos y otras instituciones, las comunidades
locales, la cultura y los valores y hasta la imagen de la clase obrera
inglesa, de manera brutal, por el thatcherismo, aceptada e incluso
continuada suavemente por el nuevo laborismo. Parte esencial de ese
giro político y cultural es el abandono de la perspectiva de una mejora
colectiva en las condiciones de vida de la clase en beneficio de una
visión individualista centrada en la oportunidad de escapar de ella.
Ahí es donde entran ideas y conceptos como la distinción entre clase
obrera con o sin aspiraciones,
el énfasis en la movilidad
social como alternativa a la división en clases, el paso del welfareal workfare, la degradación de los jóvenes de clase obrera a chavs, etc. Sobre todo, la idea
de que “La nueva (Gran) Bretaña es una meritocracia” (Tony Blair en su
toma de posesión, 1997) en la que cada quien es el único responsable de
su suerte. Gran Bretaña fue entre la segunda mitad de los ’60 y la
primera de los ‘80 el escenario más visible de las reformas
comprehensivas (y la principal inspiración del proceso que en España
desembocaría, algo descafeinado, en la LOGSE). Estas nunca afectaron al
muy exclusivo sector de las public
schools (las escuelas privadas, pese a su nombre), y los sucesivos
gobiernos de Thatcher y Major, Blair y Brown, y ahora Cameron, han
venido desmontándola con el paso de muchos centros de la autoridad
local a la central, las nuevas academies
(concertadas) y una política de intenso fomento de la competencia entre
centros y la elección por las familias. El resultado es que el sistema
educativo británico viene a estar hoy tan dividido como lo estaba antes
de la comprehensivización, aunque por mecanismos más sutiles. El fracaso escolar, que allí toma
la forma de calificaciones bajas o ninguna en los exámenes para el
GCSE, y el rechazo de una educación con cuyo contenido no se
identifican y cuya utilidad no terminan de ver, se concentran
especialmente en los jóvenes de clase trabajadora.
El libro de Tomlison
(que, aunque analiza también los casos de Estados Unidos, Alemania,
Finlandia y Malta, se centra en el Reino Unido) pone el acento en la
obsesión pública y política por la nueva
economía de la información, según la cual el bienestar colectivo e
individual dependería sobre todo del gasto y el éxito en educación;
obsesión, que sólo en parte responde a la realidad y que estaría
resultando particularmente dañina no para los alumnos de clase
trabajadora y también para los de clase media. Esta presión educativa
creciente se traduce en el aumento de los alumnos con bajo logro (se
considera low achievers a
quienes no obtienen, al menos, 5 notas A-C en los exámenes del GCSE),
en gran parte concentrados en la clase obrera, las minorías y las
comunidades locales empobrecidas. Pero Tomlison señala también otro
fenómeno: las dificultades de un sector nada irrelevante de los alumnos
de clase media y el recurso creciente a la medicalización del problema,
con labusca de diagnósticos (literalmente diagnosis shopping) de TDAH, TND
y otros desórdenes de conducta
y dificultades de aprendizaje
que otorgan tiempo extra a los alumnos y las familias y absuelven de
responsabilidad a padres y profesores, dando lugar a una floreciente industria de las NEE, es decir,
de las necesidades educativas especiales, en beneficio de todo un
ejército de terapeutas, logopedas, orientadores, consejeros, etc., etc.
Para reflexionar, al
menos.
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