martes, 13 de julio de 2010

SOBRE LA IDENTIDAD NACIONAL (A PARTIR DE LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL SOBRE EL ESTATUTO DE AUTONOMIA DE CATALUNYA)






La inmensa movilización del 10 de julio en Barcelona reivindicando la nación catalana es de extrema importancia para todo el Estado español, y no sólo, claro está, para Catalunya. El dato mas relevante –o al menos el mas señalado – ha sido el deslizamiento generalizado de una buena parte de la opinión pública hacia el soberanismo independentista y la dificultad para el tripartito en el gobierno - y en especial del PSC - de encontrar una salida política unitaria a la sentencia del Tribunal Constitucional que arremete contra partes importantes del Estatut de Autonomía.

Es cierto que como señalan Pisarello y Raventós en un artículo publicado en Sin Permiso, y titulado “El día en que Cataluña dictó su sentencia”, la Sentencia del TC de 26 de junio de 2010 no incorpora el ideario “granespañol” que estaba en la base de la impugnación del Estatut por parte del Partido Popular y que alimenta el anticatalanismo de la gran mayoría de los medios de comunicación radicados en Madrid, pero de ámbito estatal. Basta leer los terribles votos particulares de los cuatro magistrados conservadores para comprenderlo. La Sentencia sin embargo se orienta contra los símbolos centrales de la identidad nacional de Cataluña: el término nación y la lengua catalana, en los términos ya conocidos por todos. No se trata sólo de retorcer la emotividad de estos conceptos y su inmediata traducción en términos de afrenta a los naturales de los países catalanes, sino de afirmar, de un modo preciso, que el modelo de federalismo asimétrico que instaura la Constitución de 1978 no puede revisarse ni acoplarse a una nueva dinámica en la relación de Catalunya con el Estado Español y en consecuencia al reconocimiento de una nación sin Estado que acepta políticamente el pacto federativo de formar parte de un Estado que la englobe respetando un amplio margen de autogobierno. Es decir, que el Tribunal Constitucional impide la existencia de una “segunda transición” que reformule el pacto autónomico y federal de España, congelándolo en los términos esencialistas con las que se configuró el artículo 1 de la Constitución y la “indisoluble unidad” de la nación española. Junto a ello, la vexata quaestio del conocimiento de la lengua catalana, que, en opinión del Tribunal Constitucional, debe ocupar una posición subordinada a la castellana.

Hay otros aspectos de la sentencia que merecen también ser destacados, porque reflejan aspectos interesantes sobre la plasmación de ese modelo no evolucionado. Ante todo el control del poder judicial, de los mecanismos de reproducción de la ideología jurídica en los jueces y de la capacidad de regular su relación de servicio de forma separada o autónoma del control que preside el CGPJ. En este tema el TC ha sido muy beligerante, posiblemente porque intuía que el Estatut podía de esta forma introducir una cuña en la pirámide jerárquica que vertebra el poder judicial y que pivota sobre la posición dominante del Tribunal Supremo, permitiendo además una cierta iniciativa diferenciada en las situaciones administrativas y en la carrera de los magistrados incompatible a su juicio con el esquema piramidal vigente a nivel de Estado. En este tema se nota en la sentencia el peso que los magistrados del constitucional provenientes de la carrera judicial han tenido en la configuración del espacio de actuación del autogobierno catalán y la “cierta idea” del estado autonómico que anida en la cabeza de los magistrados cuyo origen es la judicatura. En esa misma dirección caminan los reproches de inconstitucionalidad a la regulación del Síndic de Greuges, en cuanto eludía la acción complementaria de control por el Defensor del Pueblo, o el carácter vinculante de los dictámenes del consejo de Garantías Estatutarias.

En un segundo punto se encuentra la imposibilidad de imponer una mayor elasticidad a la regulación económica de las entidades financieras y de crédito respecto del modelo regulativo que se fije para el Estado, recortando así la capacidad de diseñar autónomamente de las políticas estatales, políticas relativas a las políticas financieras y crediticias. Como la otra cara de la moneda, la discrecionalidad que la sentencia del TC ha impuesto a la inversión del Estado en Catalunya en infraestructuras, que el Estatut precisaba en razón de la participación relativa del PIB en Catalunya con el PIB estatal en un período de siete años, libera al poder central de la obligación de compensar “de retorno” la aportación del país a la creación de riqueza en el conjunto del Estado español. En un paso más, los límites a la creación de tributos locales y las matizaciones a la cesión de ciertos impuestos estatales se conciben como cortapisas a la capacidad recaudatoria del poder público catalán y por consiguiente a la dificultad de “identificar” una política propia en materia social o económica diferente de la que rige en el resto del Estado.

Todos los comentaristas subrayan el atolladero, pero la gran manifestación del 10 de julio exige que se adopten algunas decisiones que aminoren esa negativa tajante del tribunal Constitucional a cambiar o a adaptar una visión de Estado que tenga que renegociar importantes aspectos de autonomía política en territorios especialmente interesados en acoplar los términos de su asociación voluntaria al Estado español y en fijar un marco propio de regulación que ha sido votado por los partidos políticos catalanes, aprobado por el congreso de diputados del estado español, y sometido a un referéndum con resultado positivo. El problema que se plantea ahora es el de percibir, como hacen Pisarello y Raventós, “un cierto agotamiento de la vía constitucional como vía de garantía del autogobierno “.

De nuevo en este punto, la solución al problema de la identidad nacional y de su interacción con la pertenencia al Estado español, tiene también que confrontarse con la evidencia que éste tema está atravesado por una diferencia también identitaria pero no reconducible a la categoría de pertenencia a una nación: las identidades de clase, con su fraccionamiento correspondiente en razón de la posición que los trabajadores ocupan en la jerarquía salarial, pero también en razón de la precariedad en el empleo, de su edad o, fundamentalmente, del género. En esta formalización adicional de identidades, el secreto de mantener el equilibrio y la promoción mutua entre la catalanidad y la condición de subalternidad social lo han retenido los partidos de izquierda – el primero y principal, el PSUC – y los sindicatos de clase, en especial la CONC, en donde obrero y nacional son adjetivos que conviven con naturalidad. La “dialéctica de la unidad” entre los intereses políticos, culturales y sociales de quienes viven y trabajan en Catalunya en relación con quienes lo hacen en el resto del Estado es un elemento central en la comprensión – y en la solución – de este problema. Y por eso, si la movilización del 10 de julio ha abierto el espacio político y la necesidad de una recomposición del “modelo” de relación entre Estado y comunidad autónoma catalana que vuelva a desbordar los límites fijados por el TC, la huelga general que han convocado los sindicatos más representativos a nivel estatal para el 29 de septiembre debe a su vez plantear los puntos de referencia dentro de los cuales la relación entre las políticas a nivel de Estado y las políticas autonómicas deben desarrollarse como fórmula de integración del pluralismo que implica una relación federal y la importancia de un Estado social que garantice un suelo mínimo e irrenunciable de derechos colectivos y sociales de todos los ciudadanos españoles.

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